Prólogo de «El país de Nunca Jamás»…

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PRÓLOGO

 

Dos años antes…
Fiesta de aniversario de DATCO…

—Sofía, por favor… —le suplicó Richi, al oído, en un tono tan ronco que apenas se reconoció—. ¿Podemos…? —suspiró, desesperado—. ¿Podemos hablar?

Era la segunda vez que se acercaba a Sofía, con el mismo propósito, y con el mismo resultado: ella ni siquiera le miró; tenía los ojos fijos en el estrado, al fondo de la estancia, donde Bruno Ordeno, el dueño de la compañía aérea DATCO, daba su discurso anual, aunque en esta ocasión era especial, porque iba a anunciar que se jubilaba, dejando al frente de la empresa a su única hija y heredera, Carlota.

—Sofía… —insistió de nuevo. Estaba tan nervioso que le sudaban las manos. Le sudaban desde que Sofía había llegado a la fiesta. Era tan guapa, y esa noche estaba tan increíble con ese vestido rojo que acentuaba cada una de sus curvas con una elegancia admirable, que su corazón había frenado en seco al verla y aún no se había recuperado de la impresión—. Por favor, déjame explicarte… —se frotó las manos en el pantalón del esmoquin—. No es como crees.

Por fin, captó su atención.

—¿Ah, no? —sus preciosos ojos zafiro transmitían tanto rencor que a Ricardo se le cortó el aliento—. ¿Estás casado?

—Sí, pero…

—Entonces —su mirada comenzó a brillar en demasía—, sí es como creo. Y no vuelvas a dirigirte a mí para nada —se giró y salió precipitada del salón, sujetándose el vestido.

Richi no lo dudó. La siguió. Sofía, en el pasillo, se dio cuenta y echó a correr hacia los servicios, al fondo. Pero él no podía dejarla ir. Necesitaba que le escuchase… Necesitaba recuperarla, aunque sabía que aquello era imposible, pero no podía no intentarlo…

Ella se metió en el baño de señoras. Richi no tardó ni cinco segundos en entrar también. Se aseguró de que estuvieran solos, echó el pestillo y la observó, apenas sin respirar. Entonces, Sofía, con el rostro surcado por las lágrimas, acortó la distancia y lo abofeteó con rabia. Él ni se inmutó. Se lo merecía. No le dolió el golpe, pero el odio de sus ojos sí le partió el alma…

—¿Cómo pudiste ocultarme algo así? —le gritó, empujándolo contra la puerta—. ¿Cómo pudiste mentirme? ¿Cómo fuiste capaz de darme esperanzas estando casado? ¡¿Cómo?! —volvió a empujarlo—. ¡Hace más de un mes que debiste darme las explicaciones que me merezco, no ahora y porque he venido a esta fiesta a acompañar a Eugenia!

—Me colgaste el teléfono —tragó saliva con esfuerzo, porque le escocía demasiado la garganta. No se defendía, comprendía perfectamente lo herida que estaba, el único culpable era él y ella necesitaba desahogarse, descargar la amargura, el enfado, la decepción, el dolor y el rencor que sabía que la estaban matando—. Intenté…

—¡Tardaste tres horas en llamarme después de irme de casa de tu madre en cuanto me presentó a tu mujer! ¡Tres malditas horas! ¡Y, encima, no fuiste capaz de dar la cara, porque me llamaste por teléfono! ¡Por teléfono!

—¿Me hubieras recibido? —su voz se apagaba por instantes.

—¡Te colgué y hasta hoy! —continuó gritando—. ¡Eres un cabrón, ¿me oyes?! ¡Porque solo un cabrón hace lo que me has hecho tú! —lo empujó de nuevo, sin parar de llorar—. ¡Te odio! —añadió, sin apartar los ojos de los suyos—. ¡Te odio con toda mi alma!

Richi, tras oír aquello, no lo soportó más y se dejó caer en la puerta. El dolor, que últimamente se había convertido en su más íntimo amigo, le abrasó por dentro. Las lágrimas comenzaron a bañar sus mejillas. No las retuvo. Tampoco las escondió.

—Lo siento… —estaba completamente roto—. No es… —la miró—. No todo fue mentira… Sofi, yo te…

—¡No! —con expresión de terror, retrocedió hasta chocarse con los lavabos de mármol, justo enfrente de él. Los escusados estaban a ambos lados, eran seis en total—. ¡No te lo consiento! —lo señaló con el dedo—. ¡Ni se te ocurra decirlo! —se abrazó a sí misma—. ¡Vete! —sollozó muy fuerte—. Lárgate… —cerró los párpados con fuerza y se deslizó hacia el suelo, tapándose la cara con las manos—. Déjame que intente olvidarte…

Él no resistió verla así y se acercó, a pesar del rechazo que recibiría, o de un segundo bofetón, o… No le importaban las consecuencias. Se agachó y extendió las manos para tocarla.

—Por favor, Sofi… —con miedo, le descubrió el rostro—. Déjame que te lo explique… No es como crees… Por favor…

Se miraron, los dos llorando. Richi le limpió la pintura negra, que se le había corrido, con dedos temblorosos. Ella contuvo el aliento cuando los dedos de Ricardo se deslizaron hacia su nuca y con el pulgar le acarició la comisura de los labios. Y la mente de él viajó por el tiempo, a meses atrás, cuando se habían besado por primera vez… En realidad, fue Richi quien le robó el primer beso. Y fue tan mágico… Todos los besos que compartieron habían sido mágicos. Todos. Era lo más especial de su relación. Para los dos…

—Me lo arrebataste —le susurró Sofía, ahora en un hilo de voz—. Ya nunca podré volver… ¿Cómo pudiste…? —su boca vibró, se le escapó otro sollozo—. ¿Cómo pudiste llevarme allí si no podía quedarme?

—Siempre podrás volver —le contestó, en el mismo tono bajo y roto—, porque ese lugar es nuestro, de nadie más, tuyo y mío. Sofi —le retiró un mechón que se le había escapado del moño—, siempre podrás volver, siempre que tú quieras, yo te llevaré…

La esperaría el resto de su vida, aunque nunca le perdonase, aunque nunca se lo volviera a pedir.

—¿Y si…? —ruborizada, ella tragó saliva—. ¿Y si quisiera volver una última vez?

El corazón de Richi frenó en seco por segunda vez aquella noche.

—¿Quieres…? —pronunció él, sorprendido; pero se detuvo porque Sofía se arrodilló y lo tomó por el cuello con suavidad, pero decidida.

—Quiero ir allí por última vez…

Y le besó… en la boca…

Ricardo cayó sentado, atónito, pero la rodeó por la cintura enseguida y se abandonó al beso, se abandonó a la mujer de sus sueños… incapaz de desperdiciar esa oportunidad, incapaz de no besarla también, incapaz de no estrecharla entre sus brazos, incapaz de no sentir por última vez a la mujer de su vida… porque aquello era un adiós.

Ella gimió. Él gimió. Sus lenguas bailaron con desesperación dentro de sus bocas, chocando sus dientes por la urgencia que los consumía. Sus manos buscaron a ciegas sus ropas; mientras Richi le subía el vestido hasta la cintura, Sofi le desabrochaba el pantalón y le desabotonaba los calzoncillos.

Y no esperaron. Tampoco abrieron los ojos. Ni despegaron sus labios. Ni oyeron los golpes provenientes de la puerta. Él se hundió en lo más profundo de su ser. Ella lo acogió en lo más profundo de su ser.

Y no fue amor. Fue pura necesidad de viajar al país de Nunca Jamás…

*

Dos meses después…

Cuando Richi descolgó el telefonillo de su apartamento y escuchó su voz, creyó que era un sueño. Era medianoche de un domingo de finales de marzo. No esperaba a nadie, mucho menos a ella, aunque deseaba, cada día con más fuerza, que llegara justo ese mismo momento.

Abrió la puerta.

Por primera vez desde la fiesta de aniversario de DATCO, la vio. Le tembló tanto el cuerpo que no supo cómo logró mantenerse en pie.

—No pensaba decirte nada —empezó directamente Sofía, en el descansillo, sin querer entrar, y mirándose los pies—, pero Eugenia y Felipe me han hecho entrar en razón —estaba más pálida y delgada de lo normal—, porque tienen razón. Tienes derecho a saberlo.

—¿Por qué no entras y…?

—No es una visita de cortesía —lo contempló con dureza. Se aferró al bolso que colgaba de su hombro—. Pero antes de decirte lo que vengo a decirte, prométeme que respetarás mi decisión.

Richi no entendía nada. Frunció el ceño, muy preocupado.

—Prométeme que respetarás mi decisión —insistió ella, rechinando los dientes—. Me lo debes por el daño que me hiciste.

Él asintió, sin dudar, y sin imaginar lo que Sofía le iba a confesar a continuación…


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