Capítulo 1 de «Palabras de hojalata»…

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CAPÍTULO 1

(Ania)

 

—Señoras y señores, dentro de unos minutos entraremos en la estación de Luengo. Permanezcan en sus asientos hasta que el tren se pare por completo. Gracias y disculpen las molestias. Ladies and…

Mi abuelo siempre se sentaba en el mismo banco de la estación de tren de mi pueblo, Luengo, desde antes de que yo pueda recordar; el último banco, el del fondo, el más alejado del edificio. Siempre. Y ahí fue donde lo vi la última vez que estuve en Luengo.

Hace ya mucho tiempo que mi abuela se fue a vivir con los ángeles del cielo. Murió con sesenta y cinco años. Mi abuela Ana… Era demasiado joven cuando nos abandonó, ahora me doy cuenta.

Yo era una niña de doce años cuando mi madre recibió una llamada de madrugada. Mi hermana mayor, Cayetana, y yo dormíamos en la misma habitación, a pesar de la diferencia de edad —nos llevamos seis años—. Me desperté por el sonido del teléfono, pero no me moví. Como si lo presintiera, me asusté. El cuarto de mis padres estaba pegado al nuestro, pared con pared. Escuché el ruido de su armario al abrirse con rapidez, chirrió un poco la madera. Más ruido. La culpable era mi madre, que se vestía con prisas. Sin importar la hora, salió disparada escaleras abajo, cogió las llaves de casa y del coche y abrió la puerta principal, que, al segundo, cerró con un golpe seco que retumbó en mi pecho, produciéndome quemazón.

Silencio. Oscuridad. ¿Qué ocurría? Oía a mi padre resoplar con fuerza, pues mi habitación, al inicio de las escaleras, nunca se cerraba y se escuchaba todo desde allí. Mi hermana seguía durmiendo. Pelayo, mi hermano, en el cuarto de enfrente, no mostraba signos de estar despierto. Apreté la manta que me cubría y caí de nuevo en el sueño, un sueño que se vio interrumpido por el choque de unas llaves contra una cerradura. Me incorporé de un salto. Descalza, me dirigí a los escalones, me agaché, quedé escondida gracias a la barandilla, y, a través de las ranuras, observé la entrada de mi madre. Cayó de rodillas a la alfombra del recibidor, se tapó la cara con las manos y su cuerpo comenzó a temblar. No emitía sonidos, pero yo sabía que estaba llorando. Mi padre salió y me empujó para que volviera a dormirme. Sentí un horrible escalofrío. Mis pensamientos se centraron en mi abuela Ana.

Dos días después, ya en pijama y preparada para meterme en la cama, me acerqué al baño de mis padres, que estaba dentro de su dormitorio. Mi madre estaba poniéndose el camisón; tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Recuerdo que le pregunté qué pasaba. También recuerdo que me observó una eternidad, pero quien me respondió fue mi padre: Que tu abuela Ana se ha muerto, la han enterrado hoy. Y ahora, a dormir, que ya es hora. Acto seguido, apagaron la luz. No me dio tiempo a llegar a mi cama cuando las lágrimas empaparon mis mejillas y la rabia se apoderó de mí.

Un año después de aquello, mi madre no salía de la depresión en la que entró, y mi padre decidió que nos mudásemos a Madrid, donde estaba mi hermana estudiando Medicina y mi hermano, Económicas. Cada verano, desde finales de junio hasta principios de septiembre, mi madre y yo volvíamos a Luengo, a casa de mi abuelo, porque vendimos la nuestra. Mis hermanos dejaron de ir, no querían meterse en una población de dos mil habitantes en época de vacaciones, con cuatro bares y una piscina, y rodeada de campo, campo y más campo. Y como mi padre pegó el pelotazo con una pequeña empresa que creó, una asesoría, y le era difícil abandonar Madrid, también dejó de ir al pueblo, aunque para él no es ningún sacrificio quedarse en la ciudad, nunca lo ha sido, porque nunca le ha gustado Luengo, a pesar de haber nacido y haberse criado allí.

—Señoras y señores, bienvenidos a Luengo. Enseguida se abrirán las puertas. Gracias por viajar con nosotros y disfruten de su estancia.

Aquella voz me despierta de los recuerdos.

Los vagones abren sus puertas. Cojo mi equipaje, toda mi vida guardada en dos maletas, y desciendo los escalones.

Un sol radiante me pica con intensidad la piel. Estamos a finales de mayo. Es viernes por la tarde. Luengo es un pueblo que pertenece a Salamanca y está pegado a la frontera con Portugal. En estas fechas, casi rozando junio, durante el día ya hace bastante calor y por la noche refresca.

Coloco mi mano a modo de visera y busco el banco donde me esperaba siempre mi abuelo, pero no le veo a él, sino a Consuelo, su vecina y antigua amiga de mamá, que agita los brazos con ímpetu.

—¡Tesoro! —me da un abrazo muy fuerte cuando la alcanzo.

Es una mujer menuda y bajita, morena, con un ancho mechón blanco que luce bien orgullosa, muy atractiva a sus cincuenta y tres años. Le encanta vestir de colores llamativos y llevar los labios pintados de rojo. Actuó en el teatro del pueblo cuando era una jovencita de dieciocho años, su papel fue el de Dorothy, la protagonista de El mago de Oz. La misma noche que se llevó a cabo la función, conoció a un chico de otro pueblo y se enamoró perdidamente de él, hasta el punto de concebir a su primer hijo. Al chico no volvió a verlo.

Sus padres la echaron de casa al saber de su embarazo, horrorizados por el escándalo que se produjo en Luengo, y mis abuelos la acogieron y la cuidaron, a ella y a su bebé, hasta que se enamoró, en esta ocasión, de un hombre de verdad, Carlos, el padre de su segundo hijo, un hombre que pasó por Luengo por casualidad y se quedó tan prendado de Consuelo que jamás se marchó. Las malas lenguas cuentan que ella es una bruja y que lo hechizó bañándose a la luz de la luna llena en la fuente de la plaza principal. En este pueblo, todo lo que no gusta, se achaca a la magia.

—Hola —le dedico una pequeña sonrisa. Quiero abrazarla de la misma manera, pero es como si no tuviera energía, me siento agotada.

Lo estoy, para qué engañarnos, agotada física y psicológicamente. Todavía intento descubrir por qué me siento así, por qué nada me roba una sonrisa de verdad, de esas que te duele la mandíbula, que te hacen invencible, porque cuando uno sonríe de verdad puede lograr cualquier cosa que se proponga.

—Ya era hora de verte —me sonríe con cariño—. Han sido tres años, pero por fin has vuelto.

—Sí, he vuelto —desvío la mirada hacia mi equipaje para que los ojos marrón oscuro de Consuelo no lean nada en los míos.

Estudié Periodismo porque escribir me apasiona, desde que aprendí a leer, con seis años. Mi madre guarda en una caja todos los relatos que he escrito desde que era una mocosa con mis gafas de Snoopy de color azul, pero ni siquiera releerlos ayer me ha ayudado a recordar lo que significa escribir para mí. He perdido la ilusión, y esta sensación es horrible…

Para ser sincera, la perdí hace tres años, pero no he querido aceptarlo hasta hace dos días, cuando le entregué mi carta de dimisión a mi jefe, un minuto antes de apagar el ordenador que utilizaba en la redacción y largarme de ese maldito periódico que solo me ha regalado dolores de cabeza, lágrimas de impotencia y noches sin dormir; un periódico donde no hacía otra cosa que redactar las noticias más relevantes, noticias que luego llevaban la firma de mi jefe, y cumplir sus órdenes, tales como recoger sus trajes de la tintorería, por ejemplo. Se acabó, le dije, y acto seguido fui directa a casa de mis padres para contarles lo que había hecho y la decisión que había tomado: marcharme una temporada a Luengo con el abuelo.

A mi padre no le hizo ni pizca de gracia, pero tampoco le hizo ni pizca de gracia que estudiase Periodismo, ni que trabajase en ese periódico, ni ninguna de las decisiones que he tomado, básicamente. Mis hermanos, en cambio, son perfectos: Cayetana es una cardióloga reconocida, está felizmente casada con un hombre millonario y tiene dos niños, Pablo y Gonzalo, que son un amor, los adoro; Pelayo está a punto de casarse y tanto él como su novia trabajan con papá en la asesoría.

Yo no soy perfecta porque estudié una mierda de carrera, según palabras textuales de mi padre, porque sigo soltera a mis veintinueve años, porque no visto como debería por mi edad, porque solo leo novelas románticas, que, según él también, son basura de niñas inmaduras, y porque mis aspiraciones se resumen en escribir una novela, y eso no es un trabajo, sino un hobby malsano que lo único que consigue es crear pájaros sin sentido en tu cabeza.

Podría llenar el cielo de los sueños que quiero cumplir… pero lo que no coincide con el pensamiento clasista de papá no es digno de ser tema de interés, sino de discusión. Siempre. Y mi decisión de venir a Luengo a vivir con el abuelo le ha sentado, como decimos aquí, a cuerno quemado; me dijo que, mientras no madurara, es decir, mientras no volviera a Madrid, encontrase un novio respetable y de buena cuna y un trabajo en condiciones, me abstuviera de hablar con él. Yo de lo que me abstuve fue de contestarle. No merece la pena. No nos entendemos ni nos entenderemos nunca. Somos tan diferentes que, a veces, sigo preguntándome si soy hija suya.

—Un pajarito me ha contado que esta vez no traes billete de vuelta —me dice Consuelo—. ¿Es cierto?

Yo me río y asiento con la cabeza, confirmando sus palabras.

—¡Qué bien! —exclama, colgándose de mi brazo—. Mi Nicolás también ha vuelto —me guiña un ojo.

Y mi corazón se detiene al escuchar ese nombre.

Nicolás…

Nico…

—¿Has visto a mi abuelo? —le pregunto. Me he puesto tan nerviosa que prefiero cambiar de tema—. Es muy raro que no esté aquí.

—Oh, cariño… —su rostro se crispa—. Me he empeñado en venir a buscarte, por eso estoy aquí —comenzaron a andar—. Últimamente, tu abuelo pasa demasiado tiempo en la cama y he preferido que descansase.

—Claro —escondo la preocupación que siento al escucharla—. Gracias, Consuelo —le aprieto el brazo y salimos de la estación.

Aunque estoy de acuerdo con ella, me resulta muy raro no ver a mi yayo sentado en su banco, esperándome. Y ese miedo que experimenté siendo una niña de doce años al perder a mi abuela, lo estoy sintiendo ahora mismo, y no me gusta nada.

Me despido de la mujer, que vive enfrente de la casa de mi abuelo, y abro la puerta con mi llave, mi madre me la dio antes de irme.

Suelto el equipaje en la entrada, sobre una alfombra persa en tonos rojizos algo desgastada, y aspiro el inconfundible olor a rosas, el aroma de mi abuela Ana. Esto me sorprende y parpadeo, confusa, porque el olor es muy intenso, pero no hay flores por ningún lado. Y me extraña mucho más porque fuera, en el jardín, está plantado el rosal de mi abuela y, desde que ella murió, mi yayo siempre ha cortado rosas y las ha colocado en jarrones. Han pasado tres años desde la última vez que estuve aquí, quizás el abuelo ya no tiene esa costumbre, o quizás lo que ocurre es que está peor de salud de lo que creía…

La casa consta de una sola planta. A la izquierda de la puerta principal, se encuentra el salón, con dos grandes ventanas que dan a la fachada —una a cada lado de la puerta—, y una chimenea de piedra en un lateral; enfrente, está la cocina, a través de la cual se accede al jardín; a la derecha, hay un pasillo que conduce a cuatro habitaciones y a un baño completo, situado al fondo y perpendicular a los dormitorios. Los muebles son antiguos y hechos a mano, nada menos que por las increíbles manos de mi yayo. Es una casa especial y sonrío sin poder evitarlo. Posee una luz entrañable, acogedora, y está llena de los recuerdos más felices de mi vida, aunque también de los más tristes.

Avanzo por el pasillo hacia la habitación de mi abuelo, la última de la derecha, que da a la fachada de la casa.

—Yayo —pronuncio en bajo, desde el umbral, porque no me sale la voz al verlo. La tristeza me golpea con fuerza.

Clarita, su enfermera particular, está sentada junto a él, en un sillón de orejas. Es muy joven, veinticinco años, lleva el pelo castaño por los hombros y sus ojos marrón claro son cálidos y amables, igual que su rostro en forma de corazón. Es un poco baja y delgada, menuda, pero lo suficientemente fuerte para ayudar al abuelo. Lleva un uniforme blanco, compuesto por unas Converse blancas, un pantalón holgado y una chaqueta de manga corta sobre una camiseta de manga larga. Es de Salamanca y no tiene familia ni pareja, por eso, accedió enseguida a vivir con el yayo. Los martes los tiene libres durante el día y aprovecha para ir a la ciudad, según me ha contado mi madre.

Ambos me sonríen. Yo correspondo el gesto y camino hasta la cama articulada —hace seis meses, se cayó, y mi madre y mis tías convirtieron su dormitorio en una especie de habitación de hospital—.

Me inclino y lo abrazo.

No se llegó a romper ningún hueso en la caída, pero el médico le recomendó no moverse, salvo lo necesario, porque sus huesos, a su edad —este año cumple los ochenta y seis—, son de cristal, es decir, del baño a la cama o al sofá y de la cama o el sofá al baño, a excepción de algún corto paseo.

Cuando nos enteramos del susto, quise ir a Luengo con mi madre, pero mi jefe me obligó a trabajar ese fin de semana y no pude acompañarla. Y a partir de ahí, empecé a ver a mi abuela en sueños, pero no fue hasta la noche antes de dimitir cuando ella me abrió los brazos y yo me lancé a ellos, sintiendo una paz indescriptible. Quiero creer que ese abrazo fue tan real como lo sentí. Cuando sonó el despertador a la mañana siguiente, lo primero en lo que pensé fue en dimitir. Dicho y hecho. Soy de esas personas que creen que la vida está llena de señales, aunque solo hagamos caso a las que nos apetezcan, normalmente por lo cobardes que somos.

—Hola, Bichito —me saluda él, incorporándose un poco.

—Hola, yayo.

Las lágrimas acuden a mis ojos, pero las freno enseguida, no quiero que me vea llorar; odio que me vean llorar, no porque piense que es síntoma de debilidad, sino porque mi madre siempre me ha enseñado que hay que ser la fortaleza de los demás, y llorar cuando nadie nos ve, para no preocuparlos.

Clarita nos deja solos.

Me tumbo al lado de mi abuelo. Me abraza. Yo me aferro a él, con cuidado de no hacerle daño, aunque me aprieta muy fuerte. No decimos nada, pero nuestras lágrimas lo dicen todo. La pequeña televisión muestra una película del oeste, y la miramos, pero sin mirar.

La enfermera aparece con una bandeja con la cena.

—Mamá me ha dicho que, en cuanto pueda, se viene aquí con nosotros —me cuenta mi yayo—, en cuanto logre amansar al idiota de tu padre.

Lo ayudo a bajarse de la cama y a sentarse en el sillón. Me río por el insulto. Mi padre y mi abuelo nunca se han llevado bien, el poco tiempo que se ven al año lo pasan discutiendo.

—Instálate, cariño —me dice él, con una sonrisa y acariciándome la mano—, vete a dar un paseo y descansa. El aire de Luengo siempre te ha sentado bien.

Le beso en la mejilla y me marcho a mi habitación, la que está justo enfrente de la suya. Me encanta este cuarto, es precioso, todo decorado en tonos morados: muebles, sábanas, cojines, cortinas… Y da al jardín. Es perfecto y está todo intacto, igual que siempre, desde que era una niña.

La cama se encuentra al fondo, debajo de la ventana, es tipo barco, individual; no hay escritorio, pero sí una mecedora en un rincón, a la izquierda de la cama, donde he pasado largos ratos escribiendo relatos sobre mis rodillas. Una alfombra circular mullida ocupa la otra parte de la estancia, la que estoy pisando ahora, donde dejo las maletas; me arrodillo y las abro. El armario es empotrado y está a la derecha. En la pared de la izquierda, hay dos baldas paralelas con libros que mi abuela me compraba, de magia, de aventuras y de misterio, lo que devoraba hasta que descubrí la novela romántica y me enamoré perdidamente de ese género.

Después de colocar mi ropa, me pongo unos pantalones cortos de algodón, blancos, una camiseta básica, mi vieja sudadera azul marino con capucha y mis zapatillas, que parecen más grises que blancas.

Salgo a dar un paseo. Nada más poner un pie en la acera, una voz me paraliza.

No, una voz no, un susurro… un susurro que encoge mi estómago y acelera tanto mi corazón que me asusto…

—Hola, Ania…


 

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Copyright © 2020 Sofía Ortega Medina.

* Este es el capítulo 1 de «Palabras de hojalata», novela romántica contemporánea que estará disponible en Amazon a partir del 3 de septimbre *


 

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